¡Qué lamento el de los yuqui!

En noviembre de 2005 escribí un reportaje en EL DEBER que tituló La raza yuqui se está muriendo. Lo de ‘raza’ fue parafraseando la chobena de Armando Terceros que se llama Lamento yuqui.
¡Qué lamento el de los yuqui! Se siguen muriendo.
En aquel reportaje cité algunas cifras que ahora quiero recordar y que, ojalá, sirvan para la reflexión de los defensores del indigenismo y de la cultura cruceña.
Según algunos investigadores de esta etnia, en el siglo XX probablemente había unas 500 familias biá (el verdadero nombre de los yuqui). La antropóloga estadounidense Allyn Stearman registró 186 de ellos hasta septiembre de 2005. Dos meses después, los periodistas que fuimos a Biarecuaté (así se llama la comunidad donde viven) vimos poco más de cien personas, entre adultos y niños, y luego de casi dos años, el Defensor del Pueblo volvió a advertir de la probable desaparición de la etnia. Dice que le queda un lustro de vida.
Imposible olvidar la segunda y última vez que ingresé a Biarecuaté. Yo estaba con casi cuatro meses de embarazo y me enteré de que en Chimoré condicionaron el desplazamiento de los yuqui porque “no se comportaban conforme a las normas de urbanidad”. Nos subimos a una canoa y navegamos hasta la comunidad para escuchar su protesta por el desprecio. Eso fue en marzo de 2006.
En esa fecha los vi peor que antes. No podía concentrarme en las entrevistas porque mis ojos se desviaban hacia los niños sucios y desnutridos, las mujeres avejentadas y sin dientes, la escuelita cerrada y las chozas semidestruidas. Fuera de la comunidad, en las poblaciones asentadas a la orilla de la carretera hacia Cochabamba, en Chapare, mujeres y niños yuqui estaban mendigando a vecinos y turistas.
¡Qué impotencia por no poder ir más allá de las letras de un reportaje o de un artículo de opinión como éste que insiste, una vez más, en sensibilizar la dureza de una política desgraciada e inhumana por parte de quienes tienen responsabilidad en este etnocidio!
El proceso de reivindicación indígena tiene que bajar la mirada de las tierras altas y poner sus ojos en Biarecuaté. Si no lo hace, en el recuento histórico quedará grabado que mientras se pregonaba el resurgimiento indígena y la descolonización en Bolivia, una etnia, víctima de la colonización, moría enferma y de hambre.
El proceso paralelo, de reivindicación cultural en el oriente, de rescate de costumbres cambas, también tendrá su saldo en contra en los archivos históricos, donde –estoy segura– constará que mientras en la ciudad se festejaba el Día de la Tradición Cruceña, en el campo, una de sus tribus, con raíz guaraní, agonizaba carcomida por un hongo, por la tuberculosis y por la falta de alimento.
Más allá de la demagogia, de los ‘ponchos rojos’, de los sombreros de saó y hasta de las movilizaciones en contra de la FIFA, está la vida. Más allá de la búsqueda de la preservación de las culturas y de nuestros orígenes, está el ser humano. Tengamos un mínimo de compasión y de solidaridad con personas que tienen exactamente nuestros mismos derechos y que son tan bolivianos como nosotros, pero a los que se está dejando morir.

 

(artículo publicado en El Deber el 4 de junio de 2007)

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